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jueves, 20 de diciembre de 2012

Ella bailaba, cuando nadie la veía. Ataba sus zapatos de bailarina heredados de su hermana mayor y se erguía fuerte y dura como un tronco, pero a la vez flexible como un junco, frente al espejo del sótano. Y repetía una y otra vez los mismos pasos, sin pausa, con ritmo, sin silencios. Lo repetía hasta que los dedos de sus pies transformaban la sangre en café ardiente, hasta que las uñas se rompían y la carne viva no la dejaba elevarse hasta el cielo. Cuando ese momento llegaba baja sus pies al suelo, y miraba con frustración el espejo. Alzaba la mano y desataba con habilidad el pelo que tenía recogido, lo dejaba suelto, salvaje, libre. Salia del sótano y andaba bajo un sol invernal, andaba con los pies ensangrentados hasta donde pudiera. Entonces sacaba de su pequeña bolsa un cigarro, lo encendía, mientras en su cerebro también se encendía uno. Y fumaba, preguntándose si algún día llegaría a ser como Anna Pavlova, o quizá como Alessandra Ferri. Y recordando los vídeos que se sabía de memoria de aquellas dos grandes bailarinas se esfumó el tiempo igual que el cigarro intacto que se consumió entre sus dedos.




Mariona*



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