Hay un lugar cerca de Texas (o es en el mismo Texas, no lo sé), donde hay algo que, según dicen, se parece a la felicidad. Se llega en un coche viejo, aunque también sirve una furgoneta vieja, o un camión viejo, o un autobús igual de viejo que los anteriores. Lo conduce una mujer con el pelo largo, mojado (aún), y que huele a una de esas cantimploras de colores que venden en los quioscos por veinte céntimos. En la radio suena Neil Young, o Bob Dylan, o algún (viejo) blusero como Robert Johnson o Muddy Waters. El auto, se me olvidaba, es de color rojo, descapotable si es posible, con la tapicería ardiendo y una toalla encima del salpicadero. En el asiento de atrás hay dos sacos mal atados, algunas mantas, bolsas de patatas sin terminar y dos garrafas: una de gasolina y otra de agua, aunque no se sabe muy bien cuál es cuál. Ella, la conductora, canta esas (viejas) canciones mientras clava sin quererlo las uñas en el volante. Tú la buscas, desde el asiento del copiloto, entre los matorrales que se van quedando atrás. El sol, en el horizonte, parece querer deciros algo, al menos os mira a la cara. El reloj del carro no funciona, la radio mezcla chispas con guitarras, la carretera lleva años deshaciéndose en espejismos. La felicidad anda cerca, se nota, pero más cerca anda la noche.
Baila como si nadie te viera; canta como si nadie escuchara; ama como si nunca te hubieran herido.
lunes, 22 de abril de 2013
Hay un lugar cerca de Texas
Hay un lugar cerca de Texas (o es en el mismo Texas, no lo sé), donde hay algo que, según dicen, se parece a la felicidad. Se llega en un coche viejo, aunque también sirve una furgoneta vieja, o un camión viejo, o un autobús igual de viejo que los anteriores. Lo conduce una mujer con el pelo largo, mojado (aún), y que huele a una de esas cantimploras de colores que venden en los quioscos por veinte céntimos. En la radio suena Neil Young, o Bob Dylan, o algún (viejo) blusero como Robert Johnson o Muddy Waters. El auto, se me olvidaba, es de color rojo, descapotable si es posible, con la tapicería ardiendo y una toalla encima del salpicadero. En el asiento de atrás hay dos sacos mal atados, algunas mantas, bolsas de patatas sin terminar y dos garrafas: una de gasolina y otra de agua, aunque no se sabe muy bien cuál es cuál. Ella, la conductora, canta esas (viejas) canciones mientras clava sin quererlo las uñas en el volante. Tú la buscas, desde el asiento del copiloto, entre los matorrales que se van quedando atrás. El sol, en el horizonte, parece querer deciros algo, al menos os mira a la cara. El reloj del carro no funciona, la radio mezcla chispas con guitarras, la carretera lleva años deshaciéndose en espejismos. La felicidad anda cerca, se nota, pero más cerca anda la noche.
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