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jueves, 9 de mayo de 2013

Anna


Dos pavesas sobre las sábanas. El juego era sencillo, de un solo trazo, mi nariz, tu figura. Acomodado a tu alrededor como un satélite pensé en volverte a quitar la ropa, pero era tarde, tu piel ya estaba desierta, fina, caliente, y tu pecho era ya un par de dunas que se me deshacían en las manos. Tu barbilla, qué acantilado filoso tu barbilla. Desde tus ojos, que son dos floreros, se me cae la boca hasta tu ombligo. Mi mano repasa lo que beso y borra ese oasis, aquel espejismo, este mar que llamas ombligo. Te presentas tan tropical, tan exótica, que apenas nos llenamos de tigres, dejamos el desierto a un lado para inundarnos los continentes. Entre los dedos, pequeños peces se nos escapan y te dibujan, de un trazo, mi nariz, una sonrisa que te borda las comisuras. Estallamos en olas y hacemos un amor marinero, zarpamos, encallamos, dos buques del tamaño de un siglo. En el fondo del mar ahogamos un amor geométrico, preciso, impredecible, improbable, bebemos la saliva y la espuma y nos tomamos del cuello como café. Parece que quisiéramos decirnos algo. Algo que en ti busca un tesoro y sacude la playa. Lo memorizo, te memorizo, mañana podré cerrar los ojos. París no está tan lejos, me digo. Y estudio cada centímetro de tu cuerpo, cada mechón de pelo, cada pliegue, cada articulación. Ordeno y reordeno tus miembros y tus gestos y tu cara es tan sencilla de memorizar. Te releo los dientes, la lengua, tu ombligo es el centro de este maldito universo. Todo gira y vuelve y las estrellas están consteladas en tus ojos y tus pupilas son un alma que no sabe que la sé. Nos estamos derritiendo por los polos, mon amour. Estamos levantando una ciudad y dudo que esta cama aguante tanto envite. Tanto iceberg abrumador, tanto colchón a la deriva, tanta nieve helada en los pómulos. Me afano en recoger todos los frutos de ese árbol que es tu cintura, frutos silvestres y salvajes, frutos aterradores, dulces, apretados. Todo tu cuerpo es apretado. Me pregunto si sabes cuál es el tuyo y cuál el mío, los dos un cuerpo de los dos, más grande, más sabio, más sudor que apaga el sol como un incendio. Somos un incendio, ya sabes, dos pavesas que se enredan y encienden las cortinas y descubren la noche recién comenzada. Y así nos amamos por dos días y dos noches, y tu boca sabe a la vida y la vida ha merecido la pena. La pena, que está en París y en tu sexo escondido al terminar la madrugada.
Qué forma más curiosa será la de amarnos por correspondencia. En un sobre el desierto, en otro encerrado el círculo polar. Qué olvido más estúpido caerá sobre tus piernas. Pero qué bien saben ahora tus piernas, en serio. Qué tontería, qué barbaridad que te vayas y yo necesite, aunque no lo quiera, amar a otras mujeres para olvidarte.
– No creo que te eche de menos, Jean. – Espetó Anna mientras giraba el pomo de la puerta –.
– Ya lo sé.
Jean esperó a que Anna saliera de casa y cerró los ojos. Al fin y al cabo, París nunca estuvo lejos.

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